Del miedo y sus manifestaciones
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El miedo a revivir un hecho traumático al verbalizarlo provoca la desaparición del habla. Fotograma: Tan fuerte, tan cerca |
Se aceleran los pensamientos. Las imágenes mentales crecen imparables. El discurso surge rápido y entrecortado. Y los movimientos, aunque ágiles y eléctricos, se cobran pesados porque pasan una factura agotadora. Estas reacciones, comúnmente conocidas como nervios, nos asaltan ante cientos de situaciones. Cuando empezamos en un nuevo trabajo, cuando nos jugamos la licenciatura en un último examen, cuando damos un giro de 360 grados a nuestra vida porque ya sabemos que los de 180 grados no nos bastan para alcanzar nuestro destino.
"Es normal que se te cierre el estómago y que estés cansada. Son los nervios; tú relájate y verás como se te pasa", te sugieren cuando sufres estos achaques. Y lo intentas, claro. Antes aún de que te lo recomienden. Te echas carreras más largas y rápidas que habitualmente; doblas los pesos en la barra del gimnasio; procuras entrar al agua cuantas veces puedas y remas agresiva en un principio para quedarte sin fuerzas en la segunda remontada; y no encuentras espacio suficiente en la piscina para adelantar a enormes brazadas a todos los nadadores que te estorban en tu calle.
Intentas detener los pensamientos con ejercicio físico, a ver si, como tus piernas, caen de agotamiento. Pero nada. Los de la mente se resisten. Hay un momento en que parece que se han detenido al fin. Pero no. Era una falsa alarma. Sólo se habían distraído por el dolor del cuádriceps, pero en cuanto éste amansa tras los estiramientos, ahí vuelven ellos, descansados y activos, a seguir machacándote la cabeza.
Sabes que la reacción física viene motivada por una causa mental. Así que te armas de valor, e intentas atajar el problema de raíz. Te sientas en flor de loto tras el footing, pero no eres capaz de meditar más de 30 segundos seguidos. Otra vez, te dices. Vuelves a respirar hondo, te repites que el ganar la batalla está en tu mano, y...en menos de un minuto: distraída de nuevo. La lectura ha desaparecido de tu rutina, porque es imposible pasar dos hojas de un tirón; y los paseos, en vez de momentos durante los que escuchar el mar o los pájaros, son rituales durante los que descargar a zancadas el peso de las imágenes que desfilan ante tus ojos.
Dos semanas conviviendo con esos nervios que devoran hambrientos tus fuerzas, decides refugiarte en el cine. Que te cuenten una historia, a ver si dejas de darles vueltas a la tuya, y te entregas a escuchar la narración de otro. Te compras una bolsa llena de gominolas de color rojo, una fanta de limón, y te acomodas en la butaca. Se escucha ese ruido de película que empieza a girar. Y, ante tu mirada, al fin, un cuento diferente al que vienes escuchando últimamente.
La mitad del filme ya te ha calado, y empiezas a revolotear en el asiento. Te mueves, a un lado, luego a otro. Haces muecas en un intento por interactuar con los actores. Te disgustas. Te apenas. Te alegras por cuanto les sucede. Te estás creyendo cuanto te cuentan, porque sólo cuando lo haces eres incapaz de mantenerte quieta. La historia te está tocando, te revuelve las entrañas, y fruto de ello tu cuerpo reacciona y se mueve, para hacerle sitio a la trama y poder digerirla.
Así que estás receptiva. Al fin. Estás atenta a algo que no se crea dentro de tu cabeza, sino que llega a ella por primera vez. Y entonces oyes: "Mi padre decía que no se puede tener miedo, a veces tenemos que enfrentarnos a nuestros temores". Miedo. Claro. Eras tú. No eran nervios ante lo desconocido. Era pánico.
Expectativas con probabilidades de no ser alcanzadas. Temor de que te hieran otra vez. Pero sobre todo, comparaciones: muchas, imparables, y sin sentido constructivo alguno. Comparaciones que te trasladan a cuando lo intentaste en una ocasión anterior, y no salió como esperabas. Que te llevan a recordar que hubo otras veces en que todo pintaba bien, pero el rosa se volvió negro, y tus ganas por devolverle su color original no te dejaron ver que no quedaban posibilidades de aclararlo.
Una sensación por la que remplazas a todos los personajes principales del cuento que estás protagonizando estos días, por los actores que interpretaron ese mismo papel en el pase anterior. Buscas paralelismos entre ambos y analizas si los de ahora poseen los mismos defectos que los de antes como mecanismo de autodefensa.
Has dejado de atender a la película del cine, porque has vuelto a tu cabeza, y decides dejar la conclusión para cuando salgas de la sala. Entonces, te sientas frente al Paseo Nuevo, te enciendes un cigarro, te secas las mejillas y reconoces: "Estoy acojonada". Respiras hondo, por enésima vez, y ahora, al fin, te da igual. Porque ahora ya lo sabes. Y vivir siendo sincero con uno mismo, duele mucho menos que no hacerlo.
Además, al identificar las causas de tu miedo eres capaz de entender también que los fantasmas del pasado, son sólo eso, fantasmas. Y entiendes que no están aquí para asustarte. Sólo han vuelto para ayudarte a reconocer a posibles compañeros suyos en esta nueva etapa. Y, te cruces o no en esta aventura con personajes similares a aquellos que te hirieron, poco importa. Porque ellos, igual sí se parecen, pero tú, ya poco tienes que ver con aquella chica que sufrió, cuando podía no haberlo hecho.
"Oh brother I can´t, I can´t get through. I´ve been trying hard to reach you, cause I don´t know what to do.
Oh brother I can´t, believe it´s true. I´m so scared about the futur, and I wanna talk to you" -Coldplay-
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