Caleta de Famara, allí donde el Mar y el Viento me susurraron poderosos

El Sol  tiñe de rojo el Parque de Timanfaya al acostarse por el Suroeste de la Isla de los Volcanes


Son las siete y cuarto de la mañana. Me he levantado hace escasa media hora. Salgo por la puerta: ese ventanal que he abierto según me he despertado para que amaneciesen conmigo las Olas, el Viento y las pardelas. Camino perezosa por la calle rumbo al Mar, en contra de ese Viento que arranca suavemente mi somnolencia. El asfalto se acaba, y ante él se extienden el Atlántico y la Playa. A la derecha, una poderosa montaña abraza el arenal, y de frente unas dunas cubiertas de árida vegetación marcan el sendero hasta la arena. El Sol asoma por encima del Risco, por la costa Este de la isla, e ilumina con sus primeros rayos parte de la dorada arena de la playa, dejando en sombra la otra mitad que irá bañando con su luz a lo largo de la mañana.


Las dunas cubiertas de árida vegetación marcan el camino hasta el arenal, flanqueado por el Risco


Respiro hondo; doy, en voz alta, los buenos días; y, a saltitos, sorteo los callaos hasta la orilla para empezar a trotar. Así, entre luces y sombras, olas y viento, canto de pardelas y de gaviotas, comienza un nuevo día en este rincón mágico. En este lugar alejado del ritmo del mundo, donde los tiempos vienen marcados por el ciclo de la mareas. En este micro paraíso que me tuvo atrapada durante dos años, porque, tras conocerlo, despertarme sin los aullidos de los pájaros del mar o acostarme sin un previo paseo por la playa no eran una opción. En ésta, mi querida Caleta de Famara, donde mis días comenzaban con un footing playero y acababan con una puesta del sol por San Juan de la que ser testigo desde mi tejado.

Nacida en San Sebastián, siempre había pensado que vivir mirando al mar era un privilegio sólo apto para ricos. Y, al llegar a la Isla de Los Volcanes, descubrí que el dinero no era una barrera para instalarte donde quisieses. Entendí también que había micro mundos donde se podía alargar el espíritu del verano durante doce meses al año.

Así, caminar descalza, cenar barbacoas y disfrutar de lecturas infinitas bajo el sol podían ser unos derechos vitalicios. Por eso me quedé allí. Porque Famara me brindaba la oportunidad de vivir según mis valores veraniegos, según ese modo de vida que practicaba en Moliets dos meses al año, y que añoraba los otros diez.

Un nuevo camino en dirección al mar se abría bajo mis pies...podía naufragar, o aprender a navegar.


Porque si te gusta vivir no en función de las horas del reloj, sino de las del sol, Caleta de Famara es un lugar para quedarse. Dado que allí el día transcurre mientras hay luz, y cuando se hace la noche todo duerme Por eso se amanece al alba y se aprovecha cuanto regala el día. Si es viento, se navega con el impulso de una cometa. Si son olas, se cabalga sobre una tabla. Si son mareas vivas, se camina por el arenal. Si es buen tiempo, se lee panza arriba en algún zoco escondido entre las dunas.


...Si es viento, se navega con el impulso de una cometa...



Seguramente estas virtudes puedan encontrarse en muchos lugares. Pero yo las encontré allí. Con la suerte de hallarlas a la vera del Risco y 365 días al año. Porque el Risco aporta una dimensión mágica a cuanto acontece a su lado. O así me lo pareció a mí, que quedé hipnotizada por su magnetismo según lo conocí y decidí quedarme a su lado durante dos años, sólo por el hecho de poder verlo a diario. Para así escuchar como el viento resoplaba fuerte contra él, y para correr mirándolo cuando el sol lo iluminaba cada noche antes de acostarse.


Los paseos durante las mareas vivas son uno de los placeres más apreciados por los caleteros


El asentarme cerca de él, en sus mismas entrañas, me permitía vivir tranquila, pero sobre todo de un modo muy natural y playero. Me paseaba descalza por un pueblo cuyas calles son de arena, y en las puertas de cuyas casas hay aparcadas barcas en vez de coches. Hacía vida no en mi casa, sino en mi terraza y mi jardín negro. En vez de conectar el Ipod para dormirme, abría la ventana para dejar que me meciesen el sonido de las olas rompiendo contra los callaos de la orilla. Y de camino a casa conduciendo mi twingo rosa descapotable, se me escurrían los nervios por la ventanilla una vez traspasaba la altura de ese cartel blanco en que leía, también en voz alta, Espacio Natural Protegido.


Asentarme en sus mismas entrañas me aportaba tranquilidad

"Os recomiendo a todas visitar el Paraíso de Jass, al menos una vez en la vida", sugirió una gran amiga mía al resto de nuestro equipo cuando me visitó con su novio en febrero del 2010. Me hizo mucha gracia escucharle eso del Paraíso de Jass, aunque la recomendación me pareciese un tanto exagerada. Pero nueve meses después de despertarme lejos de mi Risco cada día, rescato aquella sugerencia y el contexto en el que fue dicha y entiendo a lo que se refería.

Hablaba de ese mundo en el que apenas gastaba electricidad porque me alumbraba la luz de las velas para que las bombillas de mi terraza no estropeasen aquellos luminosos cielos estrellados de cuento. Se refería a ese tesoro donde las puestas de sol remplazaban los programas en la televisión. Y se refería a ese enclave donde vestía mi bikini más elegante los domingos, porque me quedaba en alguna terraza del pueblo a leer El País con un café o una tropi, y ésa era mi cita social más esperada de la semana.





Comentarios

Anónimo ha dicho que…
niña....me has emocionado.....un besote de ceci
Andriu ha dicho que…
Yo viví cinco años allí. Me identifico totalmente con lo que dices. Sé de lo que hablas. Un saludo.

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