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El frigorífico emite un sonido y rompe el silencio de la pieza. Esboza una sonrisa al escuchar el motor del refrigerador. ¡Ya está en casa!
Le urgía tanto volver al hogar. A un frigorífico repleto de comida, a vestirse cómoda sin necesidad de estar presentable para nadie, al sigilo, a unos armarios cuyo contenido conoce al dedillo, a un baño cuyo encerramiento le pertenece. ¡Su baño! Poder sentarse en la taza del váter cuanto rato necesite, abrir la puerta tras la ducha para que salga el vaho, no estar constantemente recogiendo sus cosas de aseo personal para que la compañera de habitación no las toque, no las vea.
Se fija en el juego de luces sobre la pared ámbar y acierta que rondan las seis de la tarde. Sonríe orgullosa y se congratula de la familiaridad de la pieza.
Estaba frita por abandonar el hospital.
En su estado necesita más privacidad que nunca, y allí no ha tenido intimidad alguna. Todo proceso se ha llevado a cabo con testigos: las visitas médicas no han implicado ninguna confidencialidad; los diagnósticos tampoco. ¿El suyo? No sabe mear.
A su cerebro se le ha olvidado cómo se le ordena a la uretra que tiene que abrirse para dejar salir la orina. Las enfermeras se dieron cuenta de eso cuando la sondaron. Postrada boca arriba sobre la cama, el tubito de plástico entre las piernas abiertas desde una bacinilla bajo sus nalgas hasta la vejiga, notó displicente cómo se humedecía la sábana bajo sus lumbares. Advirtió a la enfermera del reguero, pero no hubo tiempo de detener aquello, y el líquido le ascendió caliente y rápido por el camisón limpio hasta los hombros. Le sentó a cuerno quemado. Se acababa de duchar.
¡Pero ya está! Ahora podrá ducharse tranquila cuantas veces quiera, y aprenderá a mear de nuevo.
Apoya el codo en el orejón del sofá, y rota su cuerpo hacia el cojín, contraída, para tantear si así le molesta menos. Descubre entristecida que el cambio de postura no sirve de nada, cuando oye el ruido de la cafetera y ladea la cabeza hacia la cocina.
Aspira hondo ese aroma que borbotea bajo la tapa, y hunde el codo en el orejón para incorporarse duramente. Quiere apagar el fuego, pero él irrumpe de la habitación contigua, y los ruiditos de la vitro cuanto se le quita el calor suenan antes de que ella haya podido levantarse.
Lo observa apoyar la italiana sobre la madera de la encimera. Afligida desde el sofá, admira cómo él levanta un brazo, ágil, y abre el armario sobre el fregadero. Cómo saca dos tazas y se gira liviano sobre sí mismo para apoyarlas con delicadeza sobre la barra americana. Cómo desaparece unos segundos bajo el armazón del mueble, y reaparece ligero, como impulsado por un soplo, con la azucarera en una mano y dos cucharillas en la otra. Sereno, concentrado, diligente.
Frunce el ceño. Le sorprende lo fresco que se le ve. Lo despejado cuando ella, ahí abatida entre los cojines, se siente un despojo.
No intuye todavía cuánto le va a costar aceptar cómo esa forma de él se mantiene intacta de un modo flagrante mientras ella no se reconoce. Cómo sus habilidades físicas no van a menguar ni una pizca. Cómo él va a seguir usando sus piernas, sus brazos, su cerebro, y sus intenciones, sobre todo sus intenciones, a su antojo, mientras a ella le va a costar un mundo manejar su cuerpo, su cerebro.
Se acerca a ella. “Voy a la panadería y ya vuelvo, ¿vale?”, le acaricia una planta del pie mientras coge las llaves de casa de la mesita. Ella sonríe y asiente para confirmar. Ha pedido un croissant según se ha encaramado al sofá.
Oye la puerta cerrarse, se hunde en el futón, y echa un vistazo a su alrededor. Al motor del frigorífico acompañan ahora los rumores de cacharros de cocina de algún vecino. Esos sonidos metálicos de cazuelas y grifos ajenos se cuelan por la ventana. Como ocurre siempre en verano, la intimidad del hogar se reduce a la vista, y las rutinas del resto de familias del edificio se filtran inexorablemente por el patio de la comunidad.
Se fija en la caja de cartón que trajo el repartidor la semana pasada, aún sin abrir. Apenas deja espacio para transitar entre los pocos muebles del salón y la cocina que conviven en una misma pieza, observa. Se rasca la mejilla. Una, dos, tres veces. Apoya la cabeza hacia atrás y empieza a dormitar sin darse cuenta. Minutos después le desvela el sonido de la llave en la cerradura.
Se frota los ojos y despereza.
“¿Prefieres dormir?”, le devuelve la voz de él al reino de los despiertos. Enfoca la mirada al frente y lo encuentra agachado, recostado sobre la mesita donde está dejando la bolsa de papel. “No, no”, se quita la goma del pelo y rehace el moño. “Tendría que tumbarme para eso.” “Quiero ese café”, reconoce peinándose.
Advierte el surco de grasa que ha dejado la mantequilla en el envoltorio. Lo acaban de hornear y le alegra ese detalle. Él empieza a llenar las tazas en la encimera de la cocina y le comenta que han preguntado por ella en la panadería. Que tienen ganas de verla.
¡Ver a alguien! Le parece como de otro mundo.
¿Cuándo podrá ella relacionarse? En casa no pueden recibir visitas: no caben. Y no sabe cuándo podrá deshacer los cinco pisos sin ascensor que la separan de la calle. Ya irá viendo, estira de la camiseta hacia abajo a la altura de sus pechos. Llegar a entrar por la puerta ha sido demasiado esfuerzo cómo para pensar en cuándo saldrá.
Se reclina en el respaldo acolchado y se frota la cara. Él se agacha frente a ella para apoyar la bandeja sobre la mesita, y le dedica una sonrisa compasiva. La taza frente a ella humea, y ese olor que invade su espacio más cercano la serena. Se incorpora para asir el bollo, y atenúa ese vapor toda desazón.
Se inclina hacia delante para no derramar gotas por el suelo, pero le molesta la postura y rectifica rápido la posición de sus nalgas. El trozo que se lleva a la boca le compensa el malestar físico. Ese húmedo sabor del café desprendiéndose del bocado la tiene cautivada cuando un sonido la saca de su arrobo.
Lo mira. Él también se ha vuelto hacia ella: los dos lo han oído.
Que ya va él, le dice. Niega ella con la cabeza, y con la boca llena balbucea que quiere ir ella. Se apoya en un brazo para levantarse y él la impulsa con su mano desde detrás de las lumbares para ayudarla a ponerse en pie. A pasos torpes y tragando cuanto tiene en la boca sortea los escasos metros entre el salón y el dormitorio, y se recuesta en el marco de la puerta. Silenciosa.
Un par de metros y está exhausta.
Permanece apoyada en el quicio de madera unos segundos, concentrada en cómo van desapareciendo los puntos brillantes de los ojos. No vislumbra, ahí recostada, que esa torpeza, ese hacer camino a ciegas privada de una visión clara, va a ser el pan suyo de cada día a partir de ahora. Que notará constantemente cómo el suelo bajo sus pies no es terreno firme. Cómo le falta seguridad, le flaquean las piernas, y duda a cada paso. Porque va a tardar más de lo que cree, no en recuperar su ritmo anterior, cuya cadencia ha muerto por atávica, sino en dar con un compás nuevo.
Se le enfoca la mirada y la ve. La observa.
La descubre estirando los brazos hacia el frente. Tumbada boca arriba en el centro de la cama de matrimonio, los extiende y los flexiona, rápido pero como con las piezas encasquetadas. Como librando una torpe batalla de boxeo contra el aire. Le hacen gracia sus movimientos espasmódicos y sonríe. La torpeza de sus gestos no le resta ni un ápice de perfección, se congratula. Se acerca lánguida a los pies de la cama y se encorva sobre ella para mirarla de cerca. Le acaricia una mejilla y disfruta del tacto suave de esa piel nueva y aterciopelada, aún por estrenar.
Ahí embobada sobre su recién nacida aún no lo sabe, pero el café caliente que se tomó hace cinco días fue el último que degustará del tirón en los próximos meses. A partir de ahora, esos tres kilos setecientos veinte gramos que llevan su sangre decidirán cuándo y cómo puede ella disfrutar de un café.
Tampoco sabe, aún, que eso será lo de menos.
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