El por qué de mis mentiras


No imaginé que aquel cambio de turno en el trabajo me devolvería al punto de partida. ¿Cómo pensar que aquel empleo que me había conseguido mi madre para poner punto final a mi vida delictiva, acabaría siendo el catalizador de mi vuelta al mundo de los engaños?

Venta de droga, robos, y falsificación de documentos y de dinero. 

Esta última fue mi perdición. No la falsificación en sí, sino cómo gasté los billetes falsos. Un Mercedes Clase G, un Rolex Daytona, y la hipoteca de mi madre, en una mañana. Así, sin pestañear.

Se me fue de las manos. Tenía 25 años, demasiada ambición, y escasa cabeza. Me vine arriba y ni sopesé que fuese mucho gasto para un joven en paro. Me pillaron, me detuvieron, me juzgaron, y me encarcelaron. ¡Cinco años! Un cuarto de mi juventud entre cuatro paredes. 

Aprendí la lección. Nunca más, me prometí al estar de nuevo en libertad. A mí mismo, pero sobre todo a mi madre. La encontré tan gastada a mi salida, que juré no separarme de ella ni a sol ni a sombra, y cuidarla por encima de todo. 

Fue una promesa en firme. Pero entonces aparecieron ellos, también ella, y me lié. Sería más fácil decir que me liaron ellos a mí, pero también mentira, porque los he enredado yo a todos ellos.

Ella. 

Ágata, o mi valquiria, como yo la llamo. 

Llevaba sólo dos años como abogada cuando mi madre le encomendó mi defensa. ¡Menudo papelón! Conseguir mi absolución era imposible. No sólo por las pruebas, que había unas cuantas (lo de mi mañana de compras lo mandó todo al carajo), sino porque no quise delatar a otros, o colaborar (como ellos lo llaman) para rebajar mi pena. 

Ella insistió, mientras la culpa me carcomía en aquel sórdido habitáculo del cuartel. “Miguel. Para exculparte necesito darle al juez a tíos más importantes que tú”, recuerdo cómo me previno en vísperas del juicio. “Puedo demostrar que tú eres una gotita en el océano, pero para eso tienes que nombrar los mares que componen ese océano. Si no, el pato lo vas a pagar tú y sólo tú”, me advirtió.

“Pues lo pago, Ágata”, aún no la llamaba valquiria. “Como pagué el Daytona y la hipoteca de mi madre”. Y rompí a llorar. No por la sentencia que me venía encima, sino por estar mancillando el esfuerzo de mi madre. También por dejarla sola. A ella, que había enviudado de mi padre cuando yo sólo tenía 2 años, y se había dejado la piel (literalmente: ha fregado más baldosas con productos industriales que nadie) por sacarme adelante.

Sólo que no estuvo sola. Porque Ágata, sus padres, y sus tíos, la tuvieron en sus pensamientos. Y en sus celebraciones de Navidad, y en sus fiestas de cumpleaños, y en sus comidas de los domingos, durante los cinco años que yo pasé entre rejas.

Ellos. 

Saliou, Boubacar, Ckheick, Serigne, Moussa y Alpha. Cuatro sereres, un laobé y un peul, en este orden. Seis senegaleses, en definitiva. 

Los conocí en mi ruta de trabajo como barrendero municipal. Mi madre había movido hilos en el ayuntamiento para que me ofreciesen una ocupación fija. “Tú sin hacer nada te aburres, Miguel. Que eres muy inquieto, y en seguida te pica el gusanillo. Barrer, pero con carrito y escoba, eh. Que se te cansen las piernas y llegues a casa con fatiga… Y en turno de mañana, eso sí”, dio un respingo para enfatizar el eso sí. “Que tú en la noche te pierdes.” Me informó de corrido, el dedo índice apuntándome a la nariz, tras mi primera comida en casa.

Aún recuerdo cómo vislumbré en la diligencia de su voz, en esa gesticulación segura al darme la noticia, su brío anterior. Ese empuje que tenía antes de que yo le rompiese el corazón con mis fechorías, y que parecía no haber sabido recuperar cinco años después. 

¿Cómo íbamos a imaginar que en vez de alejarme del delito me estaba precipitando a él?

Me mantuve en el turno de mañanas sólo dos semanas. Tuve que asumir el turno de tarde para ayudar a Eusebio: el tío de Ágata, y el barrendero que se empleaba en mi misma ruta en horario matutino. A su hija, la prima de mi valquiria, le ofrecieron un puesto público en horario de tarde, y los abuelos tuvieron que empezar a cuidar del nieto después del colegio.

A mí más me daba barrer cuando salía el sol que cuando se ponía, así que acepté el nuevo horario sin rechistar. Mi madre no opinó lo mismo, pero como la familia de Eusebio, que es la de Ágata, es la nuestra, convino el nuevo horario. Y así los conocí.

Fue la única consigna de Eusebio el fin de semana antes del cambio de turno. “Estarán al final del malecón, donde acabamos la ruta. A pocos metros de la última basura. No siempre, sólo cuando no hay pesca. Si están, siéntate con ellos”, apoyó la taza de café sobre la mesa del jardín donde estábamos todos reunidos celebrando la sobremesa del domingo. ¡Mi segundo domingo en libertad!  

“Ya les he informado de que a partir de ahora te verán a ti”, se incorporó hacia delante en la silla, apoyó los codos sobre la mesa, y me señaló con el dedo, como centrando esa atención mía dispersa en los juegos de su nieto (perseguía gorriones como un loco y me hacía gracia cuán cerca podía llegar a ellos). “Ni se te ocurra saltarte el ataya con los rubios que se van a ofender, Miguel. Por favor te pido, eh. No me jodas con esto”, se puso muy serio. "¿El ataya?", enarqué las cejas. "El té", me esclareció Eusebio: "algo sagrado para los rubios." (Rubios, sí, este Eusebio es todo ironía).  

¿Quién me iba a decir a mí que los rubios de Eusebio lo cambiarían todo para siempre? 

¡Me parecieron semejante dislate cuando los conocí! Estaba sobre aviso, y aún así, se me antojaron muy fuera de lugar. ¡Tan ajenos en su corrillo blindado al ajetreo deportivo del paseo marítimo! Sentados, formaban un círculo a dos alturas. Algunos sobre un banco y otros en el suelo sobre cubos de plástico dados la vuelta. Me reconocieron en el acto. “¡Justo a tiempo Miguel! Ya está listo el primer ataya. Bienvenido hermano”, levantó la mirada Boubacar de esos vasos de chupitos cuyo contenido estaba pasando de uno a otro artificiosamente.

¡Qué elegancia encerraban aquellas manos! Cuánta solemnidad en aquellos gestos de Boubacar al pasar el té de un vaso a otro para escanciarlo. ¡Qué brillantes sus sortijas! No presté demasiado atención durante las presentaciones, yo andaba pendiente del juego de manos de Boubacar. Mientras, ellos me acomodaron un cubo de plástico, me ofrecieron té, me senté, y así empezó todo. 

Con aroma a menta fresca y a té verde. Mientras graznaban las gaviotas de vuelta a tierra con la puesta de sol. Mientras nos refrescaba la brisa marina en los bancos de la ladera oeste del monte. Mientras los fosforitos runners andaban escopeteados de un lado a otro, y yo notaba todas las miradas puestas en ese grupo dispar que formábamos en torno a una tetera: el barrendero maloliente, y los africanos de punta en blanco.

Según el primer sorbo de té me bajó por la garganta, me vino el gusanillo por el moro. Y es que, aún cuando el hachís había salido de mi cartera de inversiones, Marruecos aún era el mejor recuerdo de mi profesión anterior. Ese dulzor, paradójicamente fresco, en la boca, avivó el rescoldo de mis ocupaciones de antaño, y me colocó en un lugar que añoraba. 

Me arrellané. Volví a ocupar, sin quererlo (o por no desobedecer al abuelo Eusebio), ese sillón desde donde uno siente curiosidad, observa, pregunta, escucha y, en mi caso, simpatiza. Y estos tipos daban para simpatizar. ¡Vaya que si daban! 

Imagina una tertulia entre un madrileño, un catalán, un vasco, un gallego y un andaluz, haciendo estandarte de todos sus estereotipos. ¿Te imaginas el nivel? Pues igual, pero en versión senegalesa. 

Saliou, Boubacar, Ckheick y Serigne eran pescadores. De bajura: bonito, verdel, anchoa y algo de sardina. Operativos de marzo a octubre, varios días en la mar (a veces una semana entera), y luego varios días de descanso en casa, cuando no se saltaban ese té en el malecón por nada en el mundo. 

“Es que los sereres no saben hacer otra cosa”, hizo un mohín Moussa. “No ves que en el Delta del Saloum no tienen más que barcas y peces”. Y el comentario desató las voces en grito de los cuatro pescadores en un idioma que no identifiqué. 

Wolof”, respondieron a mi pregunta. “El idioma más hablado en Senegal, aunque hay pulars que todavía no saben hablarlo”. Sus risas ahogaron mi “¿pulaars?”, pero Alpha, impávido a la gracia ajena, recogió mi pregunta. Se giró hacia mí, y con una sonrisa de lado altanera, espetó en un castellano perfecto: “¿No sabes lo que es un pulaar? ¿Un peul, un fula, un fulani, un fulbe?

Qué narices iba a saber yo qué era aquello. Lo del wolof me sonaba, de Raíces, única novela con alguna relación con África que había leído. Si me hubiese dicho mandingo, aún hubiese podido responder: “Claro, como Kunta Kinte”. Pero a eso de pulaar no tenía respuesta. Negué con la cabeza.

“Pues es el grupo nómada más grande que hay en el mundo”, afirmó solemne. “Nuestra etnia”, y se dio un golpe en el pecho, “se extiende desde el Atlántico de África Occidental, hasta el Índico de África Oriental”. Los demás rompieron el hielo a carcajadas, golpeando el suelo con los talones y dando palmas. Se desternillaban, me explicaron después, porque Alpha regentaba una tienda de ropa y complementos en el casco antiguo, y su sedentarismo como dependiente no casaba mucho con el acervo errante que acababa de pregonar. 

No sé ya qué descubrí durante aquel primer encuentro, pero sí el sosiego que me infundió el aroma del carbón donde hervían el agua. Lo prometedor de aquella chilaba encerada color mostaza hasta los pies de Alpha. Pero, sobre todo, puedo sentir aún hoy día la premonición que se me agarró al pecho de que algo iba a cambiar para mí, cuando empuñé el carrito para irme. 

Cómo con la cálida sensación de que esos tipos serían un jalón, volví la vista atrás, ya caminando al frente, y me encontré la mirada de Saliou sobre mí. Cómo me recorrió una corriente eléctrica el cuerpo entero cuando me guiñó un ojo, y yo le di la espalda para seguir mi recorrido con una extraña incertidumbre bombeándome las sienes.

No me salté ni un sólo ataya. Aquella parada en mi recorrido era, de lejos, lo más emocionante de mi jornada. 

De repente habían aparecido en mi vida unos tipos que eran una ventana a un mundo nuevo para mí. Que si los marabús, que si la Korité, que si los pulars, que si las tantines, que si los gri gris, que si los boubous tradicionales, que si el Imperio de Mansa Musa, que si los laobés

A los tres meses de mi turno de tarde, para mí Senegal ya no era un país donde se hablaba francés y vivían senegaleses, no. Vislumbraba un rico territorio donde convivían pulars, wolofs, lébous, bambaras, sereres, soninkés, mandingos, diolas, toucouleurs, bassaris, y laobés.

Muchos pueblos dispares, cada uno con costumbres, gastronomía y espiritualidad propia, con un principal denominador común: la depredación injustificada de sus recursos, amparada por unos necios dirigentes que asfixiaban sus economías diarias.

Los sereres se extendieron a menudo sobre este último punto. Insistieron, mil veces, en ejemplos de cómo los barcos de pesca europeos y chinos, más grandes y mejores depredadores que los suyos, les habían dejado sin faena hasta el punto de convertir sus tradicionales pirogues en una patera rumbo a Canarias. 

¡Tenían tantas ganas de hablar! De mantener vivas sus raíces, cerca su casa, latentes sus costumbres, y presentes sus familias. 

Esto tengo que verlo in situ, me dije. Y al año de conocerlos, gasté mis primeras vacaciones (y el ahorro de mis dos pagas extras), en viajar a Senegal. Me sumé al itinerario de Ágata, que para entonces ya iba un par de veces al año. Motivada no por los exóticos amigos de su tío, sino por su amor por Mor, un serere que había conocido en su primer viaje. 

Fue durante aquellas vacaciones cuando surgió el apelativo de valquiria. En una isla del Delta del Saloum, cuando visitábamos a la familia de Boubacar. Me lo saqué de la chistera cuando los sobrinos de nuestro amigo le acariciaban el pelo largo y rubio riéndose. Se desternillaban por lo bajo los pequeños mientras susurraban en serere, y yo sólo entendía la palabra toubab.

Ya había comprobado hasta qué punto le molestaba a Ágata el epíteto empleado para designar a los blancos, así que, para darle la vuelta al concepto, les engañé. “Ágata es mucho más que una toubab”, dibujé un círculo en el aire expandiendo mis brazos.  “Es una valquiria: una poderosa diosa con rasgos escandinavos, que alberga a una letal guerrera bajo esa piel blanca, ojos claros y larga melena rubia”. 

Cuando Felwine tradujo mis palabras, imitando mi teatralidad infantil, los pequeños empezaron a gritar y se escaparon corriendo. No he dejado de llamarla así desde entonces.

...

“Tengo la sensación de que en alguna parte se ha abierto una ventana de golpe, o de que una ficha de dominó ha caído sobre otra y ha provocado una reacción en cadena. Me ha venido encima una ola enorme, después se ha retirado, y todo lo que había debajo ha cambiado para siempre.” Tomo prestadas estas palabras de tu querida Maggie O’Farrel para explicarte la magia inefable de aquel viaje. 

Porque volví a casa siendo otro. La falsa narrativa sobre África que los españoles en concreto, y los blancos occidentales en general, hemos interiorizado desde el colegio ya no me servía y necesitaba construir una nueva ¿Cómo? Con los libros, claro está. 

La lectura era ya una costumbre inapelable. Fruto de mis años en la cárcel, donde los libros me salvaron la vida cuando creía que la perdía entre peleas y tedio. De no ser por aquellas páginas, me hubiese quitado la vida, seguro. 

Se lo debo a Ibrahim. ¡Ai Ibrahim! El marroquí entendió rápido que no me iba a ir bien allí, que no era carne de prisión. Se acercó a mí el tercer día, en el patio. Sentado en las gradas de la cancha de baloncesto, noté cómo se me acercaba alguien (me habían asustado ya dos veces, y vigilaba de soslayo todo movimiento cercano).

Ahora que lo pienso, con Ibrahim me ocurrió como con los senegaleses en nuestro primer encuentro. Me pareció también muy fuera de lugar. La barba impecable (nadie iba con la barba arreglada allí dentro), caminaba con parsimonia a pasos serenos y tranquilos. Como si estuviese disfrutando de un paseo por la calle, y hubiese elegido estar allí. 

La educación con la que pidió permiso para sentarse a mi lado. Aquella voz queda: “¿Me permite?”. Los movimientos tan refinados al tomar asiento. La confianza en su apretón de manos al presentarse, “Ibrahim. Mucho gusto”. Sus modales eran disruptivos hasta límites insospechados. Allí dentro, no sólo entre los reclusos, también entre los carceleros, la diplomacia brillaba por su ausencia, y de repente me abordaba un tipo con pinta de cónsul.  

“Te aconsejo que busques la manera de invertir el tiempo aquí dentro, o cargarás con un agujero negro de cinco años a tu salida”, esa voz suya que transmitía una quietud imperturbable. Con la mirada al frente me tendió La Conjura de los necios, como quien estaba pasándome un kilo de cocaína, y me advirtió: “La lectura puede no sólo salvarte, sino también sacarte de aquí con más mundo que antes, aún sin haberte movido”. Y así fue. No paré de leer todo el tiempo que estuve allá. Novelas, ensayos, historia, biografías… 

Pero Ibrahim, por encima de ser mi prescriptor literario, se convirtió, con el paso de los meses, en lo más parecido a un padre que yo jamás haya tenido. Siempre en la retaguardia, con un empeño inquebrantable por hacerme más fuerte (y en la cárcel lo de hacerse fuerte, créeme, es un tema de supervivencia). 

¡Lo eché tanto de menos cuando se fue! Y para mayor pesar, al estar fuera le perdí el rastro. Salió de la cárcel antes que yo, y cuando fui a buscarlo a las señas que me había dejado, nadie con ese nombre vivía allí. Me quedé huérfano de padre, otra vez. 

En libertad mi gurú en literatura fue Saliou (un tipo muy leído, mi querido Saliou). Por recomendación suya devoré a escritores senegaleses sin pausa. Por las noches y cuando iba a pescar. 

Lo de la pesca fue una decisión post cárcel. Me había propuesto llevar una vida sencilla (entiéndase por sencilla: contraria a la acumulación ilícita de bienes materiales, y sobre todo, ajena delinquir), y lo de pescar se me antojo un hobby saludable. Caña y material ya tenía, bueno y robado de mis tiempos anteriores. Así que me aficioné a ir al paseo marítimo (no todo iba a ser barrerlo) a airearme. 

Los sereres no le veían sentido alguno a mi nuevo pasatiempo. “Mira que pescar por gusto. Los blancos tenéis unas cosas”, se reían. Pero, aún cuando se burlaban de mí, me acompañaban algunas veces. Sobre todo, Saliou. 

Taciturno, como siempre, se traía el cubo de plástico y echábamos horas juntos. La mayor parte de ellas en silencio. Alguna vez habló. Es de pocas palabras, pero cuando abre la boca HABLA. 

¿Sus hitos? Llevaba 20 años en España. Uno de los pioneros en las pateras, deduje por sus comentarios sobre la dureza de la vida sin papeles, y su repulsa a las llegadas masivas de pateras. “Si supiesen lo que les espera a su llegada, no subirían a esas pirogues. Y eso los que llegan, porque cuántos se nos pierden en el mar”, se lamentó tantas veces. 

Está casado con una vasca y tiene tres hijas, me explicó su conflicto un día. “Cuando formas tu familia aquí, no hay vuelta atrás”, rompió el silencio una mañana de pesca, sin venir a cuento. Su mirada, triste, perdida en el horizonte. “Cuando tuve a mi primera hija entre mis brazos lo entendí: estaría más ligado a esta tierra que a la mía propia de por vida. Su nacimiento fue un punto de no retorno,” sentenció. Y a mí se me hizo tal nudo en la garganta que el taciturno aquella mañana acabé siendo yo. 

Declaraciones como ésa fueron esculpiendo dentro de mí una sólida sensación de injusticia. Lo mismo le ocurrió a mi valquiria. 

Y ahora vuelvo a hablarte de ella, para que entiendas el por qué

No olvidaré aquella imagen en la vida: el detonante. La cara hundida en las manos, esos espasmos en la espalda fruto de la llorera traicionaban su aplomo habitual. La sobrina de Eusebio se veía siempre tan segura, tan en su sitio, que aquella chica abatida frente al mar no se le parecía en nada. Pero esa cabellera al viento era, indudablemente, la de mi valquiria, así que aceleré el paso.

“Valquiria”, le toqué un hombro. “Miguel”, se sobresaltó y se limpió la nariz con la manga del jersey. “¿Qué ha pasado?”. “Es tan injusto. Tan injusto… No encuentro la manera”, y se quebró. 

Obnubilado la cogí entre mis brazos. Se quedó un rato en mi hombro, plañidera, y cuando recuperó el soplo se atropelló en un soliloquio hipado. Esos ojos suyos azules, cristalinos por la humedad de las lágrimas. Sus rasgos, más angulosos que de costumbre, se me clavaron como un cuchillo. 

BLS Internacionalcarta de invitación, más de mil euros gastados, subjetivo, toda mi documentación (mis extractos bancarios, mi contrato de alquiler, de trabajo, mis nóminas, todo), reservas de avión de ida y vuelta, acta de manifestación del notario, Policía Nacional, seguros médicos, recurso de reposición, denegación. Y calló, y me miró a los ojos. 

Puse cara de no tenerlo claro. Resumió la letanía: “Llevamos un año y medio intentado que Mor venga de vacaciones para conocer a mi familia, y nos han denegado tres veces el visado de turista. Nos hemos gastado un dineral en presentar la documentación, y las tres veces han contestado lo mismo: las informaciones para justificar el objeto y las condiciones del viaje no son fiables, y no se puede establecer su voluntad de abandonar los estados miembros antes de que expire el visado”, se frotó la frente con la palma de la mano. Yo empezaba a entender. 

“Esas denegaciones parten de una premisa totalmente subjetiva. ¡Hacen referencia a un concepto jurídico indeterminado! ¿Lo entiendes?”, asentí, más por no cortarle que por tenerlo del todo claro. “Claro que no se puede establecer la voluntad de Mor de volver a su casa después de las vacaciones. ¿Cómo iba a poderse? Haría falta ser adivinos. Pero si tienen todos mis datos para que si no vuelve, yo pague su mentira. Pues ya está. Que no se fíen, pero que le dejen venir”, hizo un ademán para echarse a la espalda la melena, que le bailaba por la cara mientras bramaba. “Lo del Espacio Schengen es una vergüenza!”, gruñó.

Aquel día no comprendí al 100% por qué un senegalés no podía acceder a un visado de turista para venir a España de vacaciones. Pero, aún sin los detalles menores, capté el mensaje perfectamente. Ella, experta en leyes, con una buena posición en un importante bufete de abogados, estaba perdiendo su causa más vital. Sus estudios en Derecho se le habían quedado huecos, y no le servían a su propósito más significativo.

Entendí que podía ayudarla en el acto. No me hizo falta ni pensar. Fue un impulso que me salió de dentro. Yo podía recomponerla. Al fin podía saldar la deuda con mi abogada defensora. Si ellos fueron el germen de mi motivación, mi valquiria fue la excusa de mi atrevimiento. 

“¿Has visto alguno?”, no dudé. “¿Algún qué?”, no entendió. “Algún visado de turista”, aclaré. Y al día siguiente nos reunimos en el mismo sitio. Ella traía tres pasaportes senegaleses y un listado de dónde se registraban y quién cotejaba esa documentación.

Me fui con ello y me puse manos a la obra.

Toqué la puerta según la clave: tres golpes fuertes y cinco quedos. Qué familiar el sonido, y qué extraño a su vez. Cómo muy ligado a mí, y relativo a otra persona al mismo tiempo. Escuché el timbrazo del telefonillo y entorné el portón.

De repente ese olor a tinta; tan vernáculo, tan añejo, cuando estaba echando un paso al frente. Me paré en seco, el pomo de la puerta en la mano, y dudé. Créeme que dudé. ¿Qué estaba haciendo? ¿Quería estar ahí? Me amedrenté. Pero mi brazo actuó por sí solo, y me sorprendió escuchar la puerta cerrarse. Ya estaba dentro. 

La imagen de él sentado tras ese bureau de madera de roble, que un día consideré mi hogar, me pareció como de otra vida. Se ajustó las lentes sobre la nariz, e incorporó en la silla de cuero. "¿Tú?”, hizo un mohín. Su asombro me pareció sincero. Y esa única sílaba bastó para que su tono de voz me infundiese el coraje de antaño. Había vuelto. 

"Estás igual", confesé al reconocer su misma expresión siete años después. "Tú, no”, se apoyó en las abrazaderas y se puso en pie. “Si pareces un hombre", se acercó a mí. “Es que lo soy”, me erguí y respondí convencido. "Los hombres no tropiezan con la misma piedra dos veces, Miguel", hizo una mueca.  

"No. Es cierto. Los hombres aprendemos a esquivar los escollos que en una antigua ruta nos hundieron el barco, y seguimos surcando mares. Yo también he aprendido ya a identificarlos de antemano y sé cómo sortearlos". Aún hoy me sorprende mi respuesta.

"Si nos embarcamos otra vez, mejor será engrasar la maquinaria. ¿Sigue siendo doble malta?", se dirigió hacia el mueble bar. Acaricié la familiaridad de esas botellas altas de cristal tallado con la mirada. "Sigue siendo”, mentí los ojos clavados en la del tapón cilíndrico facetado.

Un trago de whisky me hacía falta para serenarme. Porque ese sitio, ese olor, me recordaba demasiado a mi torpe ambición, a mis vacíos propósitos. Pero ahora los motivos eran otros. Lo que había sido tenía que disiparse y manifestarse algo nuevo. El alcohol ayudaría. 

Me tendió el vaso, y el fogonazo en el esternón me envalentonó. Yo no había vuelto, porque yo ya no era el mismo. Me atreví. Saqué los tres pasaportes del bolsillo trasero del vaquero, y los tiré sobre el tapiz de cuero del escritorio. 

"¿Ahora andamos en huidas?", acarició uno de los pasaportes como atribulado. "Me había tragado tu coartada de barrendero que pesca los fines de semana y toma tés con sus nuevos amigos en el malecón". "Esto va de llegadas, y lo de la pesca es todo un placer", espeté. 

Abrí uno de los pasaportes en la página del visado de turista. "Esto necesito. Aquí tienes los datos", y saqué de la cartera el trozo de papel que me había pasado mi valquiria, con la foto de Mor. "Sabes que un papel de esos no basta para cruzar una frontera, ¿verdad? Hoy está todo informatizado...". "De ti necesito el papel y la tinta. De lo digital, me encargo yo”, le corté, tajante. 

Y añadí: “Tiene que estar listo para el próximo jueves y esto es lo que voy a pagar." Y le tendí la suma escrita en una servilleta. "Es una broma", resopló. "Ni ese euro es un chiste, ni los cinco años de cárcel que me he comido por no dar tu dirección ni ninguna otra lo son. Mi lealtad y discreción te han salido más baratos que esa cifra”, apuré el whisky y dejé el vaso sobre la mesa. 

"Pásate el jueves por la mañana", le confirmó a mi espalda cuando mi mano ya estaba girando el picaporte.

Y así empezamos. 

Dos años falsificando visados. Todos por motivos familiares. Los sobrinos de Alpha, el cuñado de Boubacar, la hermana de Moussa. Así, hasta 250 (es que allí las familias son más numerosas que aquí, y hasta a los primos lejanos se les trata como a carnales).

Era pan comido, un trabajo de principiantes, y justifiqué la infracción por el hecho de que no había aspiración material ni individual alguna. Al contrario, el embuste tenía un propósito humano, común y colectivo. Me metí en esto para resarcirles. Era un tema de justicia social, vamos. 

¿Por qué Ágata puede ir a visitar a Mor, y no al revés? ¿Por qué Ágata puede hacer un máster en Inglaterra, y la sobrina de Alpha no puede cursar uno en España? ¿Por qué nosotros tenemos libertad de movimiento y ellos no?

Mi pequeño embuste ha venido al rescate de esclarecer una mentira mucho más gorda. No hay mal que por bien no venga, hecha la ley hecha la trampa, el fin justifica los medios… Mi fin, el de ellos, bien merece esta inofensiva estafa. Pragmático, me gusta pensar. Porque siempre he sido de los de problema, solución.

Pero aún así, siempre he tenido el run run de mi madre. Como una especie de palpitación, sobre todo cuando llamaba a la puerta del falsificador (esos cinco golpes quedos me encogían el estómago). El oprobio a mi madre no podía repetirse.

Por eso me desestabilizó tanto aquella visita en el paseo. Él sabía que yo estaría allí. Mi trabajo fijo no dejaba lugar a sorpresas en mi agenda de lunes a viernes. Lo vi dudar en el paso. Lo noté en sus pies, también en cómo desvío el rumbo hacia el mar, y luego rectificó para enfilar hacia el monte. 

Entonces, no entendí por qué se acercó. Pocas veces nos habíamos cruzado por la calle, y desde luego jamás, JAMÁS, nos habíamos saludado. Regla número uno del falsificador, aprendida a mis 19 años: fuera de mis cuatro paredes no me conoces. Al confirmar que venía hacia nosotros fui yo quien bajó la vista. ¿Qué demonios estaba haciendo?

"Miguel. ¿Cómo tú por aquí?", me obligó a reconocerlo. Pero, ¿reconocer a quién? Ni siquiera sabía su nombre. La dirección de su despacho y la clave para entrar era toda mi información. "Hola”, le miré perplejo y él se rió relajado. “Tu madre me había dicho que andabas por aquí. Justo vengo de merendar con ella”, su cinismo me descolocó. “Hola. ¿Cómo están?”, y empezó a tenderles la mano uno a uno con una parsimonia que me espantó.  “Soy su tío. Jaime", aclaró.

Qué normal se le veía a la luz del día. Y qué fresco. Como un jubilado que pasea por el malecón para mantener a raya el colesterol. No había ni un ápice de oscuridad en su pose allí plantado. El misterio que encarnaba en su despacho se disipaba entre el mundanal ruido. 

No me quedó más que presentar a todos. "¿Mor? ¡Qué nombre tan bonito!" Y me dio tal punzada en el estómago que creí que me habían clavado un cuchillo sin darme cuenta. Mientras yo me agarraba la barriga, los demás tradujeron, y explicaron que Mor acababa de llegar. 

“Por amor”, rió Saliou. “Es el novio de Ágata. Conocerás a la hija de Francisco”, se aventuró Boubacar, conjeturando sobre la relación entre Eusebio y mi madre, y por extensión, su hermano: ese tal Jaime. “Sí, sí, claro. He oído hablar de ti. El senegalés que le ha robado el corazón a nuestra ambiciosa abogada. Jajaja”, y se rió socarrón. Yo debí de quedarme blanco.  

El hecho de que mencionase a mi madre me puso más en alerta que cualquier coche patrulla. Porque era precisamente ella, la única a la que no podía fallar.

El riego no me llegó a la cabeza en los días siguientes. Las frases que había cruzado con ellos me taladraban el cerebro. Me provocaron incluso temblores en las manos, y se apoderó de mí un miedo infundado que me seguía como una sombra a todas partes.

Cómo había contestado orgulloso a Alpha: “Claro que sé quiénes son los peuls”. “Los fulas, fulbes, pulaars, eh. La etnia nómada más grande del mundo, que se extiende desde el Atlántico de África Occidental”, y le había dado un codazo cómplice a Alpha para corear ambos al unísono, “hasta el Índico de África Oriental”.

Casi me caigo del “cubo-silla” cuando “Jaime” se rió a carcajadas con Alpha. 

¿Cómo es que conocía al dedillo esa frase? ¿Nos espiaba? ¿Me había puesto micros? 

Iban ya seis encargos. Todos pagados a precios ridículos, y espaciados de dos meses cada uno para no levantar la liebre. ¿No estaba falsificando esos visados de turista porque no le costaba nada hacerlo? ¿Por qué se estaba mojando de aquella manera?¿Me estaba amenazando? ¿Qué quería saber?

Tres días después de faltarme el aire, de cruzarme con el fantasma de “Jaime” en cada esquina, de esperar el batacazo en cualquier momento, ocurrió, contra todo pronóstico, lo que sigue.

Empezó el asunto al volver a casa del trabajo. Ese día no había habido té porque los sereres estaban en la mar (época de anchoa, cupo recién abierto), y me encontré a mi madre abatida en el sofá, los ojos cerrados. “¿Qué te pasa?”, me asusté. La tele estaba apagada a las nueve y cuarto, y ella no se ha saltado el telediario de la noche en la vida. 

Movió la cabeza de un lado a otro, consternada. Me senté junto a ella, le cogí una mano, y entonces ella pronunció la palabra prohibida: “Me ha matado lo de los INMIGRANTES, hijo”. Una punzada en el estómago, le solté la mano para ceñirme la tripa. 

“Vengo de casa de Ágata. He pasado la tarde con Mor. No hemos podido hablar mucho, por el idioma, ya sabes, pero nos hemos entendido”. Mor no podía haberme delatado, conjeturé. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? “Me rompe el alma lo de los africanos, de verdad”, se le ahogó la voz en un sollozo. 

Pensé que se me salía el corazón del pecho a saltos. Fallarla a ella es el mayor de mis temores. Sería un fracaso del que no podría reponerme. No, una segunda vez. 

Me agarré el pecho, pero no pude detener la taquicardia y me caí de rodillas al suelo. La sentí ponerse en pie y escuché mi nombre, pronunciado en un lugar muy lejano a esa alfombra del salón. Mareado, oía gritos, pero no discernía palabras. Notaba sus manos levantándome por las axilas. “Pero, ¿Qué pasa? ¿Qué te está pasando? Miguel hijo, levántate”, eso recuerdo. Y mientras se desgañitaba, me tiraba para arriba por los sobacos sin ningún éxito. 

Me apoyé sobre las manos y me esforcé por respirar. Inhalar, exhalar, inhalar, exhalar. Algo tan sencillo de lo que yo no era capaz. A cuatro patas, la cabeza hacia arriba, en un momento dado atiné a coger aire. 

Después de respirar un par de veces y de bajarme las pulsaciones, me atreví a preguntar: “Qué inmigrantes”. “Pero ¿Qué dices? ¿Qué más dará eso ahora?”, bramó. “¿Qué inmigrantes?”, repetí. Rotundo, sin dar opción de rodeos. “Los de la valla, hijo. Los de la valla. Los que han muerto cuando intentaban saltar. Un montón de muertos en Melilla”, explicó sobresaltada de carrerilla.

Y yo me dejé caer sobre la espalda. Y noté cómo se me expandían los pulmones. Y me alegré de estar ahí, vivo, en libertad, con ella. Mi madre encendió la tele, y gritó: “¡Eso, hijo! Esos inmigrantes”. Ladeé la cabeza y la vi señalar el televisor con una mano; en la otra, el mando desde el que subía el volumen. No podía estarse quieta y sus pies bailaban al lado de mi cabeza. Enfoqué la vista, y vi la pila de muertos, de aquella noche del 24 de junio

No eran mis inmigrantes. De hecho, los míos no eran inmigrantes. Los míos eran turistas.

Me senté junto a ella en el sofá. Charlamos, o charló ella, porque yo estaba mudo. Bebí agua. La escuché; tan tierna, tan afectada. La abracé. Me recuperé. Y con la excusa de tomar el aire para procesar la tragedia, la dejé con la cena hecha sobre la mesa, y me fui hasta la oficina de “Jaime”. No podía estarme quieto, y tenía visados que recoger. 

De repente Jaime no me asustaba, y quería confrontar a ese fantasma que me había retado hacía unos días en el malecón. Estaba de mal humor, de muy mal humor, y encarar a Jaime podría relajarme. Fui hasta allí con ganas de gresca, de descargar, que no tanto de entender. Pero no tuve opción, porque al abrir la puerta de mi falsificador casi me da un infarto. ¡Otro! El segundo en menos de una hora. ¡Menuda noche! 

“Jaime” dominaba la estancia, el culo apoyado contra el canto de la mesa. Y, y aquí viene el motivo de mi dolor en el pecho, lo flanqueaban Saliou e Ibrahim. ¡Ibrahim! Ese padre adoptivo mío, desaparecido después de la cárcel.

“No te angusties Miguel”, vino hacia mí Saliou, que me cogió por el brazo y me guió hasta la silla de “Jaime”. “Traiga agua, Fran. Tiene mala cara”, espetó mientras me daba aire con unos folios. Y a la orden de Fran se movió “Jaime”. Momentos más tarde reapareció por detrás de la tela negra, y me puso el vaso en la boca. 

“Está todo bien Miguel. Está todo bien”, intentó tranquilizarme Fran mientras yo alternaba los ojos de Saliou a Ibrahim, de Ibrahim a Saliou. Fran respondió mi interrogante antes de apurar yo el agua: “Él es mi yerno”, y cogió por el hombro al serere; “y él”, y apuntó a Ibrahim, “mi mejor amigo”. Y el marroquí se inclinó sobre mí y me abrazó mientras susurraba mi nombre. Casi me estalla la cabeza. 

“¿Qué está pasando aquí?”, y se miraron entre sí y agacharon la cabeza. “¿De qué va esto?”, grité como un loco. “Decirlo ya o…”, me levanté con ganas de partirles la cara a todos. 

Al segundo encargo, cuando ya habíamos comunicado a mis nuevos seis amigos la posibilidad de falsificar visados de turista, Saliou empezó a seguirme. Así, me vio entrar y salir de la oficina de Fran, y por la puerta trasera vio salir a su suegro al cabo de un rato.

Todo le encajó. Nunca se había tragado que la recuperación de sellos diese para el tren de vida de la familia. “Ni siquiera los blancos estáis tan locos como para pagar tanto por unas estampitas de correo”, confrontó al padre de su mujer.

Aún cuando se había hecho el remolón cada vez que hablábamos de los visados, algunos de ellos habían sido para sus sobrinos, y para sus hermanas. Lo miré incrédulo ante la noticia. Él se inclinó, me apretó fuerte el antebrazo con las manos, y confesó, con una emoción que me desgarró: “Ver la cara de mis hijas cuando, al fin, les han enseñado a sus primos su colegio, sus amigas, su parque”. Y se le quebró la voz. 

Meneó la cabeza, como para despejarse, y me soltó el brazo para limpiarse los ojos. Respiró hondo, se irguió, y, de soslayo, como si no hablase con nosotros, reconoció: “Tengo dudas de que merezca la pena acabar en la cárcel por ver esa alegría en los ojos de mis niñas”. Y se volvió hacia nosotros antes de seguir hablando. 

“¿Estamos solucionando algo después de lo de hoy? Si vosotros podéis entrar cuando queréis en nuestras casas y llevaros lo que os plazca, y cuando nosotros llamamos a vuestra puerta nos matáis en el acto o nos dejáis morir lentamente. ¿Qué ganamos con las falsificaciones?”. Enmudecimos todos. ¿Qué responder a eso?

Solicité permiso para convocar a mi valquiria. Tenía que estar presente, ella, la catalizadora de las mentiras. Acudió y pasamos la noche en vela intentando responder la pregunta de Saliou. Amanecimos sin tener respuesta. Pero yo, durante aquellas breves horas, di con otra resolución mucho más reveladora para mí. Y es que me sentí más en mi sitio aquella noche, de lo que jamás lo he estado en ningún otro lugar. 

La seguridad que me insufló el tener de nuevo, al alcance de mi mano, esa paternal protección de Ibrahim. Descubrir hasta qué punto Fran estaba comprometido conmigo. ¡Lo nuestro nunca había sido sólo trabajo! No me había dejado sólo frente a mi acusación: había metido en prisión a su persona de mayor confianza para protegerme. Y mi valquiria y yo, como hermanos, siempre apoyándonos y unidos frente a las vicisitudes.

El despacho de Fran me olía de repente no ya a engaños, sino a familia. Si mis primeros delitos me alejaron de la mía, de mi madre, los últimos me han regalado una entera. Una de esas con primos, tías, cuñados, hermanos y todo el tropel; como una familia de Senegal, vaya.

“Te están usando. Se aprovechan de tu pasado delictivo para sus propios intereses. ¡Pero si hacéis tráfico de personas!”, me gritaste antes de desaparecer. ¿Tráfico de personas? ¿Nosotros? 

Hay un proverbio en wolof que dice así: “Si pides prestados los ojos de alguien, no te sorprendas de acabar viendo, hagas lo que hagas, lo que otro ve”. Yo ya tomé prestada la mirada de los periódicos, televisiones y libros de historia occidentales; y ahora sólo me fío, exclusivamente, de mis propios ojos y de la mirada de aquellos en quienes confío. Había empezado a fiarme de la tuya, ya lo sabes. Pero en este punto, sólo me fío de la de Saliou, Boubacar, Ckheick, Serigne, Moussa, Alpha, Ibrahim, Fran, mi Valquiria (y su familia, que es la nuestra, que como las de Senegal, es muy numerosa), y mi Madre. Y todos nosotros coincidimos en una cosa, como muy bien le explicó Scout a Jem en Matar a un ruiseñor: creemos que sólo “existen un tipo de personas: las personas”.

Si hasta una niña sabe eso, ¿no vas a saberlo tú?


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