La adictiva luz de las tinieblas



Por segunda vez en lo que va de noche, llora. Le asaltan de nuevo esos pensamientos angustiosos. Respira entrecortada, jadea, solloza, gime y se duele. Está en casa. Ha querido quedarse allí, sola. No tenía ánimos para acompañar a sus amigas, aún cuando varias han insistido en que era ésta una noche para salir. Para estar en la calle, para frecuentar bares, para distraerse y para reírse. Pero no ha querido. No es la de hoy una noche para divertirse, tampoco para olvidar. No para ella.

En posición fetal bajo el edredón, acomoda la cara bajo una mano y pasea los dedos de la otra por la almohada. La acaricia y busca en ella un consuelo, un apoyo que no va a encontrar. Se ha acostado tarde, cuando se ha cansado de darle vueltas en el sofá. Sentada con la mirada fija en el vacío, ha insistido en lo mismo una y otra vez sin llegar a ninguna conclusión capaz de tranquilizarla. Se ha dado por vencida entonces y ha elegido echar a dormir esos frenéticos razonamientos. Ha confiado en saber disolverlos al apagar la luz, pero no ha sido así y han seguido bombardeándole sin pausa.



Son ellos quienes le hacen llorar ahora, por segunda vez en lo que va de noche. Amargamente, hundiéndosele el estómago encogido, ardiéndole el corazón convaleciente. Son ellos el origen de esa dolencia física que le apuñala la parte superior del cuerpo. Y no sabe frenarlos. O no quiere hacerlo. Curiosamente no son imágenes tormentosas las que desfilan ante sus ojos, al contrario. Son escenas entrañables. Los desamparos ya los afrontó en su momento. Hoy sufre por el hecho de entender su decisión de no somerterse a ninguno más.

Porque sabe que no se volverán a repetir. Las aflicciones están viajando ahora a otra dimensión. Parten de un país gobernado por la soledad, la incomprensión y el egoísmo rumbo a pastos del destierro. Y le angustia no volver a regresar a ese territorio oscuro. Porque sólo allí, entre las tinieblas, descubrió la más luminosa de las luces. Sigue llorando porque aún cuando ha renunciado al infierno, ha rechazado al mismo tiempo al pedazo de cielo que sólo supo encontrar en él.

El efecto de las lágrimas es irreducible. Las convulsiones dan paso a un cuerpo cansado, de músculos relajados dominados por una respiración constante y calmada. Su último esfuerzo esta noche sea incorporarse y encender la vela sobre la mesilla. Recostarse del otro lado, fijar la mirada en la diminuta llama, y observando la luz notar cómo los párpados caen sobre esos húmedos ojos que no volverán a llorar en la oscuridad. No por él. No en la de esta noche.

 

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