Dña. Triqui
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Raíces, por Frida Kahlo |
“¿Qué te ocurre?”, le preguntó mi madre. Pero ella no contestó, y se limitó a mirarla fijamente a los ojos. Era común en ella eso de hacer mutis por el foro. Independiente como era, sólo volvía a la familia cuando le convenía. Pero aún cuando vivía en su mundo, he de reconocer que podía ser delicadamente cariñosa a ratos. Su carácter solitario no le restaba necesidad de mimos. Seguramente por eso charlaba a diario con mis padres, les acompañaba durante el café, y se mostraba atenta con ellos.
Entre nosotras, en cambio, la relación era un tanto fría, no diré que no. Me caía simpática, porque lo era, y, sobretodo, admiraba lo considerada que era con mis progenitores, a los que, aún cuando les había conocido hacía relativamente poco, visitaba sin falta diariamente, cuando mi hermano y yo estábamos fuera. Pero la indiferencia que me profesaba me frenaba un poco, la verdad. Mi madre la excusaba alegando que era tímida, que se iría soltando. Así que yo ponía de mi parte por estrechar lazos, pero ella sólo me regalaba a cambio unos aires desenvueltos, que me indicaban que yo le estaba de más.
Yo dejaba de ser invisible para ella sólo cuando le convenía. A mis padres poco les importaba. Se rendían a sus encantos en cuanto ella los ponía en práctica. Pero a mí me costaba un poco más creerla. Siempre desconfié un tanto, lo que no quita para que siempre fuese amable con ella, porque cuando menos me lo esperaba, me regalaba momentos muy divertidos. Cuando caía su muro de reinona podía ser muy sociable y graciosa, las cosas como son. Pero cuando vino aquella tarde, mi desconfianza alcanzó límites insospechados antes, y sentí auténtico pánico. Podía soportar su carácter semi autista, pero esos aires de loca extraviada, que trajo aquella tarde, me parecieron de sobra demasiado.
Y mantuvo esa actitud durante semanas. Dejó de ser resuelta para convertirse en una auténtica pasota. Nos ignoraba a todos sin reparo. Incluso a mi padre, por quien ya nos había dejado claro que tenía debilidad. Estaba irreconocible. Se mostraba desconfiada, mirando a los lados constantemente cuando la hablamos, sin escuchar una sola palabra de cuanto decíamos. Como si tuviese asuntos más interesantes en qué pensar, que nuestros manidos cuentos.
Vivía en su mundo permanentemente, y ya no se quedaba al café. Se limitaba a irrumpir en casa cuando los demás nos juntábamos para comer. Venía como por obligación, como por no querer romper en plan drástico con la relación con la familia. Pero se la notaba incómoda, como con prisa e impaciente. Su mente se adivinaba en cualquier otro sitio, lejos de allí con nosotros. Y además, se daba unos aires de pantera de la selva que yo no entendía. Sigilosa, henchida, y elegantemente bélica. Caminaba felina, segura de sus pasos, y parecía dispuesta a saltar al ataque si alquien le soplaba un mínimo.
No la consideré arrogante antes, pero esos pasitos que se marcaba al entrar en casa contoneándose como hacía, me parecían un poco el colmo, la verdad. Sus ojos volvieron en sí, cierto. Dejaron de brillar como faroles tras aquel día de 35 grados. Pero su mirada se volvió desde entonces más ausente y constantemente fija en algún lugar lejano al núcleo familiar. Yo la notaba más excéntrica que nunca. Daba la sensación de que el mundo entero conspirase contra ella, y había cosas nuestras que de pronto la disgustaban, y se ponía echa una fiera.
De hecho, dejó de aceptar las visitas de nuestros amigos. A uno de ellos le montó un numerito tremendo, aún cuando era un íntimo de mis padres, y habían coincidido millones de veces. Por algún motivo que se nos escapaba, de repente todo el que no fuese uno de nosotros tres sobraba para ella, y no se molestaba ni una pizca en disimularlo. Parecía más su territorio que la casa de mis padres, y sus propietarios, unos inquilinos en ella.
Así pasaron cuatro semanas: ella agresiva, nosotros sin entender. Ella ausente, nosotros buscándola. Ella enojándose, nosotros intentando complacerla. Yo la ignoraba cada vez más por evitar que montase en furia, pero mis padres se resistían a perderla, y seguían mimándola como siempre habían hecho.
Una tarde, durante el café, estábamos los tres a la mesa en la terraza, cuando ella irrumpió sigilosa. Y entonces, entendimos la razón de su cambio de comportamiento. Ocurrió así: se colocó frente a mi padre, soltó al pequeño que sujetaba con la boca, y nos recorrió a todos con la mirada mientras emitía un poderoso bufido, antes de marchar a buscar a sus otros tres bebés.
Cuando ya tuvo a sus cuatro mininos revoloteando bajo la mesa, y al ver que nosotros no los cogíamos y nos limitábamos a mirarla a ella, se acercó ronroneando a las piernas de mi padre. Sólo entonces, mi madre y yo, mientras mi padre la acariciaba a ella, cogimos en nuestros brazos esos tesoros suyos que había estado protegiendo las últimas semanas, escondiéndolos en el jardín, y que ahora estaba dispuesta a compartir con nosotros.
Dña. Triqui |
De derecha a izquierda: Gitana, Pascualina, Rasputín y Pocholón |
El rey del bosque: Rasputín |
La felina cazadora y protectora: Gitana |
El despistado: Pocholón |
Junto a su mamá, la guerrera: Pascualina |
Quien a su madre parece... |
Miauuuuuuuuuuuuuuuuuuu |
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