Mi nueva vida sin ti
El metro a las ocho y media de la mañana era lo más parecido a una pesadilla despierta. Tres trenes habían desfilado ante su impaciente mirada, y no había logrado a poner el pie en ninguno. No cabía ni un alfiler. Mucho menos ella, los quince kilos cargados a la espalda, y las dos pesadas bolsas, una en cada mano. Iba con el tiempo justo, así que haría lo posible por subirse al siguiente vagón. Un par de codazos y un firme empujón con las bolsas a la altura de las rodillas del resto de viajeros fueron suficientes para apretujarse entre las gentes. Un balanceo con el contrapeso de la mochila salvó el cierre de las puertas. Ya estaba rumbo a su destino. Se alegró.
Pero entonces: coletazos en la boca. Sin intención, sí, pero pelos ajenos en su boca al fin y al cabo. Sobacos tan cerca de la nariz como nunca hubiese podido imaginar, falta de aire, un ambiente cargado de olores, y mucho calor de repente. Aún más falta de aire. Buscarlo entre los huecos entre persona y persona no aumentaba la cantidad de oxígeno, sólo incrementaba la sensación de asfixia. Le dolían los hombros: los 15 kilos de esa mochila eran demasiado para aguantarlos de pie durante media hora de asfixia.
El acinamiento del vagón, la suciedad subterránea de las paradas, y ese intento de los pasajeros de leer el periódico en aquellas incómodas condiciones le parecía muy miserable y antinatural. "Esto no es natural y no tiene sentido. No tiene ningún sentido", se repetía sin querer mientras se le humedecían los ojos. Ni un sólo gesto cómplice en todo el trayecto, a pesar de la evidencia de que necesitaba ayuda. De que sus dos hombros y dos manos no bastaban para sortear el viaje.
Intentaba acordarse de que ese viaje, y los tantos por venir en los meses venideros, sí tenían sentido. Estaba en ese preciso lugar en ese concreto instante por decisión propia. Cuando aceptó la oferta lo supo: la vida iba a ser diferente, la suya iba a cambiar. ¿No era eso lo que deseaba?
Se acabarían los paseos matutinos por la playa. Daría portazo a las idas y venidas en su mágica bicicleta mientras le desperezaba el salitre; y llegarían los viajes en metro. Renunciaba a la estabilidad propia del saber qué pasará mañana; a la paz implícita en un hogar construido con amor; a la seguridad que conllevaba tener a los suyos cerca. Y, desde luego, renunciaba a Él. No entendía de relaciones a distancia, y la de ellos se rompería con su marcha a Londres.
Ella partiría y lo dejaría allí. Con una pena horrible, sí. Pero lo abandonaría sin volver la mirada atrás. Sin recrearse en lo mucho que lo iba a echar de menos, en lo mucho que lo necesitaba. Porque Él, por si sólo, aun cuando le aportaba mucho, no se lo proporcionaba todo. Cuando lo dejó, ella fantaseó en cuanto podía ofrecerle el nuevo destino. Una gran ciudad, habitantes de cada rincón del planeta, programación cultural inabarcable, idioma extranjero, y epicentro de mentes inquietas, imaginaba. Cientos de personas luchando por entrar en un vagón de metro para alcanzar su oficina cada mañana, estaba siendo.
Habían compartido ocho años sin separarse el uno del otro. Ocho años durante los que, pasase lo que pasase, siempre estaba Él. Para celebrar las alegrías, para llorar las penas, para limpiarle las heridas, para infundirle paz cuando se asustaba, para calmarla cuando los pensamientos se le desbocaban, para escucharla cuando necesitaba confesar sus miedos. 2.920 paseos de la mano. Centenares de revolcones. Miles de caricias. E infinitas risas.
Era sábado por la noche, y las dos chicas estaban sentadas en la terraza, ajenas por un momento a la música electrónica que estaban pinchando dentro. En el salón de esa casa: decenas de personas de decenas de nacionalidades se entregaban a los bailes descontrolados. Ellas, ahora, estaban compartiendo adicción al humo y conversación.
- Tres semanas aquí, eh. ¿Y qué es lo que más echas de menos? -le preguntó la veterana en la gran capital a la novata.
- El mar. El mar. Y el mar. Mucho -se sinceró ella.
Publicado el 6/04/2014
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