Silencien las líricas y apaguen la razón, que la música instrumental está hablando al instinto
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FOTO: Diario de Navarra |
Entro al teatro. Busco mi sitio. Lo hallo... Me quito la garbardina. Apoyo a su lado, en el respaldo de la silla, la prisa con la que he llegado. Y, por qué no, las expectativas y los pensamientos de camino al auditorio. Voy aligerando. Tomo asiento. Aspiro hondo. Sonrío a la joven del palco a mi derecha. Cómplice. Echo un vistazo al patio: lleno. Estaba claro.
Suena la campana. Se ruega apagar los móviles. Quito el sonido al Iphone, y también pulso el off del cerebro, del entendimiento. Se apagan las luces, y con ellas la razón.
No me va a hacer falta. Y tampoco tengo sitio para ella. Ahora mismo sólo me caben los nervios propios de estar esperando la aparición en escena de dos grandes músicos que me despiertan una curiosidad infinita, y que aún no he escuchado en directo.
No me va a hacer falta. Y tampoco tengo sitio para ella. Ahora mismo sólo me caben los nervios propios de estar esperando la aparición en escena de dos grandes músicos que me despiertan una curiosidad infinita, y que aún no he escuchado en directo.
Ya está. Entran dos violines al escenario, y una viola, y un contrabajo, y un chelo...y ahí está Él. Esos son sus pelos locos. Se coloca en el centro del escenario: ya está hablándonos el violín de Ara Malikian, así que, a partir de ahora: silencio absoluto, atención máxima y que cada uno construya su historia. Que nos induzcan los músicos, que nos guien las notas y que despierte nuestro instinto.
Si algo me gusta de la música instrumental es la potestad del receptor para poder imaginar la acción: esa libertad del público para suponer cuanto cuentan los instrumentos y para perderse en nuevos mundos en cada tema. El otro día en el Victoria Eugenia me asusté, me sorprendí, me alegré, sonreí (mucho), me relajé, me emocioné y lloré (un buen rato). Durante dos horas y pico habité un mundo ajeno al mío y me trasladé allá donde los músicos me llevaron. Experimenté miedo, alegría, tristeza, emoción, diversión.
Pensé entonces que hacía mucho que no viajaba con la música, aún cuando antes lo hacía a menudo. Me acordé de una época en que una antigua amiga venía a mi lado en las sesiones electrónicas para preguntarme de qué hablaban los temas de Christian Wünsch, Jeff Mills, Vitalic, James Holden, o Sven Väth que bailabamos. "¿Éste de que habla?", me preguntaba. Y yo, ni corta ni perezosa, le presentaba un escenario misterioso, le describía una determinada trama a medida, le rogaba silencio con el dedo en la boca en el climax, y le cogía por los hombros para celebrar bailando el final feliz de la historia cuando los graves bombeaban alegría.
A eso me inducen las canciones sin letra: a convertirme en autora de la historia. Lejos de los temas con lírica cuya historia se narra con palabras y cuyos textos descifran la razón, en la música instrumental, y en la electrónica, las historias se me antojan libres e intuitivas. Y cuando más virtuosos son los músicos que componen o interpretan, más intensos los mundos a los que viajas.
El pasado miércoles el violinista armenio y el trikitilari vasco nos invitaron a "Un Viaje en el Tiempo" y el trayecto se me antojó apasionante. Repleto de historias milenarias y de humanidad. Un recorrido durante el que paramos en un alegre, rítmico y caluroso Madagascar de mano de Kepa Junkera y de sus compañeros. Y un viaje que, como todos, llegó a su fin y hubo que volver a casa. Pero siempre se abre la puerta del hogar con otra actitud cuando llegas de un viaje tan rico como el que compartimos con estos dos músicos.
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